Laura y María abren hoy la temporada alta de su casa. En la planta baja se quedan ellas y su hijo; la de arriba, a la que se puede entrar por unas escaleras aparte, y que está dividida en pequeños apartamentos, la alquilan a visitantes.
Es una casa de pueblo, antigua como la piedra misma de sus muros, y también igual de recia. Antaño, la planta de abajo tenía cuadras para que el calor de los animales hiciera más vivible el invierno; ahora, reformada por completo y con suelos radiantes, lo único que hace falta es disfrutarla.
La temporada alta también es temporada de nieves: los turistas vienen a quedarse junto a las chimeneas y ver los copos caer a través de la ventana mientras toman un café caliente, a hacer senderismo y a huir del aire viciado de la ciudad. Así que Laura y María abren sus puertas a los primeros viajeros de la temporada: hay unas cuantas parejas de su edad, pero que vienen de la capital, buscando la salud y la tranquilidad del valle de Laciana.
—Qué preciosidad —dice una señora madrileña—. Esto es tan agradable, ¡y mira, Antonio, qué bonita la decoración! ¿La han hecho ustedes? ¿Es típica de aquí?
Hay adornos y muebles de madera tallada, y es a lo que se refiere la señora; efectivamente, los ha tallado María, que es carpintera de oficio, y así se lo explica.
—¡No me diga! Yo que pensaba que ahora todo esto lo hacían máquinas, ¿a mano, dice? Increíble, Antonio, lo que son capaces de hacer en un sitio así.
María está muy orgullosa de su labor y de las alabanzas de la señora, pero su esposa Laura arruga el ceño. Reconoce esta forma de tratarlas que tienen a veces los turistas, como si fueran mascotas particularmente listas que están ahí para hacer bonito y entretener, en vez de personas hechas y derechas. Pero por eso es también importante el turismo, piensa Laura, mordiéndose la lengua: este matrimonio de Madrid, si se hubiera quedado allí su vida entera sin salir de la jungla de asfalto, nunca habría aprendido las cosas que solo se pueden aprender fuera. Que solo se pueden aprender en lugares como Laciana, cuando estás en contacto con la tierra y con la gente que vive de ella. Por un lado, hace falta tener la oportunidad de poder viajar; por otro, las ganas y la buena voluntad de querer aprender de ello. Se pregunta Laura: ¿Las tendrán estos dos?
Esa misma noche, cae una fuerte tormenta de nieve.
Cuando la casa despierta, una manta blanca y gruesa cubre el tejado, las cornisas, el patio, los escalones; congela las ventanas con su capa helada y atranca la puerta de entrada. La luz no funciona, pero las chimeneas y las velas sí. María y Laura, el niño, y los dos turistas, se acercan al fuego acogedor a calentarse las manos mientras desayunan algo.
—¡Ay, Antonio! ¿Qué vamos a hacer? —se lamenta la señora de Madrid—. ¡Estamos atrapados! ¡Y no hay electricidad, ni hay conexión, ni nada! ¡Le había dicho a Pilarín que la llamaría hoy!
Antonio sorbe su café tranquilo, disfrutando del abrazo de la nieve que envuelve la casa, y no pronuncia palabra.
La señora empieza a ponerse más y más nerviosa, y Laura se da cuenta de que no está sufriendo por gusto: según cuenta, su amiga Pilarín está muy enferma en el hospital y esperando su llamada, pero el dispositivo no puede conectarse en plena nevada.
Así que Laura se remanga y se pone manos a la obra. Ella no es carpintera, pero sí ingeniera, y lo demuestra delante de los visitantes: con unas antenas de la radio local del valle de Laciana, cableado óptico y un código holográfico creado allí mismo, antes del mediodía consigue que la señora tenga conexión con el Ramón y Cajal.
—Gracias —le dice, de corazón, al acabar la llamada con su amiga—. Son ustedes un par de ángeles. ¡Pero nunca se me habría ocurrido que los ángeles podrían ser tan modernos!