Iraya tiene sueño.
Hoy se ha levantado muy temprano para entrar al gran hotel en el que está haciendo las prácticas de la carrera: estudia el grado en gestión de turismo sostenible, el más demandado de todos en la Universidad de La Laguna. Y su esfuerzo está mereciendo la pena y siendo recompensado, porque este hotel no es como los demás. Sobre todo, no es como los hoteles del pasado, esos mamotretos a pie de playa en los que se hacinaban miles y millones de turistas como en latas de sardinas; ahora las cosas han cambiado.
El hotel respeta la arquitectura tradicional del Puerto de la Cruz, y está compuesto por múltiples edificios, casitas bajas o de pocas alturas como eran las antiguas de pescadores. No se acerca demasiado a la línea de costa, lo que además sería un suicidio con la subida del nivel del mar; cuida de no interferir en los ecosistemas locales, ni terrestres ni marinos, y su consumo de energía es totalmente renovable. Predican con el ejemplo; uno de los mejores gestores turísticos es el jefe de las prácticas de Iraya, y a ella le apasiona aprender de él.
Así que, aunque tenga sueño, Iraya se toma un café y se dispone a recibir al grupo de visitantes que vienen hoy para hacer una visita guiada a la ciudad. El jefe les enseñará a los turistas el lugar, y a ella le enseñará cómo conseguir que un tour así sea perfectamente compatible con la vida local, con los vecinos del Puerto de la Cruz y con su fauna y flora, con disfrutar las maravillas que puede ofrecerles la isla a los viajeros y con respetarla siempre.
—Ahí vienen —le avisa el jefe—. Es un grupo pequeño, son siete personas y vienen de Lleida.
Son chicos jóvenes, y parece que están encantados con la isla. El jefe de Iraya les ofrece una visita por el Puerto de la Cruz, por el centro y la playa, y después por la tarde una excursión a La Orotava.
—Bueno, cuéntenme —les dice Iraya, mientras bajan por una cuestecita empedrada hacia el mar—. ¿Cómo se llaman? ¿Por qué decidieron venir aquí, a nuestra isla?
Uno de los turistas la mira con unos ojos azules, azulísimos.
—Siempre había tenido ganas de venir. El sol, el mar, el color de la arena… Nunca había visto nada tan hermoso.
Y lo dice mirándola a ella, a Iraya, fijamente. No puede evitar ponerse roja, ¿por qué? ¿Por este chico al que no conoce de nada, pero que siente como si lo conociera de algo? Aunque ella nunca ha estado en Lleida, y él es la primera vez que pisa Tenerife…
El jefe está explicando cómo es mucho mejor que vengan grupos pequeños de turistas, o menos gente en general, pero que la calidad de la visita sea mayor, a que vengan cruceros inmensos abarrotados a masificar las islas. Cuenta que prefiere ofrecer mejores servicios y que los visitantes acaben satisfechos —y la ciudad también— a tirar los precios y vender viajes cutres que no dejan buen sabor de boca a ninguna de las dos partes. Lo que quiere es que sea una buena experiencia, y eso solo se consigue tratando a los turistas como personas, no como números.
Iraya intenta prestar atención, pero se distrae con un par de ojos azules.
—Perdona, ¿te llamas Jordi?
—Sí —se ríe el chico—. ¿Qué, es porque soy catalán?
—¡No, no, por Dios! Es que… Tengo la sensación de que te conozco de antes. O de otro sitio, ¿pero dónde? ¿De un universo alternativo? —dice Iraya, y se ríe también.
—¡Puede ser! —contesta Jordi—. No me extrañaría. Después de haber visto esta sonrisa que tienes, ¡creo que la buscaría en todos los universos posibles!