—Lo que yo no entiendo —dice Mikel, subiendo su maleta y la de su hija a la bandeja del tren— es por qué tienen que dároslas ahora, en noviembre, y no en verano como ha sido siempre. ¡Que tengáis que pasar agosto entero en clase, Iris, hija, es que no lo entiendo! ¿No os asáis de calor ahí dentro?
—¡Ay, aita, es que tú nunca entiendes nada! —se ríe la pequeña Iris—. ¡En el cole hay aire acondicionado! ¿Cuando tú eras joven no lo había?
—La verdad es que no —suspira Mikel—. Y calefacción… Bueno, a duras penas, y todavía me acuerdo de cuando nos mandaban abrir las ventanas para ventilar por la pandemia. Mira, esa es una cosa que ha cambiado a mejor, no te lo niego, hija. ¡Pero las vacaciones en noviembre! ¡No sé, a mí no me parece bien!
—Pues a mí sí —dice Iris, con tanta seriedad y firmeza en su vocecita de nueve años que Mikel se tiene que callar.
El tren de alta velocidad surca los campos castellanos, los ríos cargados de agua y bordeados de chopos altos y amarillos; se cuela entre las montañas y, al otro lado del desfiladero de Pancorbo, surge bajo un cielo gris y preñado de lluvia.
Mikel chasquea la lengua.
—Lo que nos faltaba. Si es que, ¿quién me manda venir a Donosti con la cría en pleno noviembre? Pero no, claro, la abuela manda, y la abuela quería ver a su nieta, llueva o nieve o haya un tifón tropical…
—¿Va a llover? —pregunta Iris, con los ojos relucientes de ilusión—. ¡Vivaaa! ¡Me encanta la lluvia! ¡Que llueva, que llueva, la virgen de la cueva…!
Sí, ¿cuánto tiempo llevaba sin llover? Mikel mira al cielo amenazador mientras trata de hacer memoria. En Madrid no había caído ni una gota desde la primavera; el cambio climático, piensa Mikel, y suspira.
Al bajar del tren, el aire húmedo y fresco le abraza el rostro. Huele a mar, y a lluvia, y a verde: Mikel echaba de menos este aire y sus pulmones también. Su salud agradecerá estas semanas en Donosti con la niña y con su madre, y se le dibuja una sonrisa que rápidamente se apaga al oír el primer trueno.
—Vamos apañados —resopla—. A ver, hija, trae la maleta, que vamos a intentar llegar a casa de la abuela antes de que empiece a caer.
Las primeras gotas de un sirimiri engañoso se acumulan en los rizos de Iris y en los escasos pelos que le quedan en la cabeza a Mikel, que refunfuña y arrastra las maletas más rápido por los adoquines del casco antiguo, levantando un estruendo que hace eco en las callejuelas. Lleva la cabeza gacha y tapada con la capucha para no mojarse más, y los ojos fijos en el suelo para que las ruedas de las maletas no resbalen.
—¡Aita, mira! —oye decir a Iris por detrás.
—¡Hija, no te pares ahora a mirar cosas, que se nos echa encima la tormenta! Ya habrá tiempo después…
Pero, al girarse para comprobar qué es lo que está mirando su hija, Mikel se queda parado también como ella, con la boca entreabierta y la frase a medio acabar.
Del asombro se le escapa una palabrota que, definitivamente, no debería haber dicho enfrente de la niña, pero está tan absorta como él y ni se entera.
Las calles brillan bajo la lluvia, con guirnaldas de luz que se refleja en los suelos relucientes como espejos, en los cristales y escaparates, en los ojos abiertos como platos de su hija. La ciudad se ha vuelto otra en plena tormenta, luminosa ante el cielo negro, más llena de vida y de color que nunca, y les tiende la mano a Mikel y a Iris que la visitan.
Al llegar a casa de su madre, Mikel le da un abrazo y la empapa completamente.
—Gracias por invitarnos a venir, Ama —dice, sonriente y radiante como un niño—. Qué suerte hemos tenido de subir en noviembre.