Los viernes son el día más cansado para Iraya, sobre todo cuando se acerca la hora de comer y la semana pesa más que nunca. Las prácticas de ingeniería agrícola son interesantes, pero no dejan de ser un curro y un esfuerzo; sin embargo, Iraya sabía en lo que se metía. Para eso sacó las notazas que sacó en la prueba de acceso a la universidad, para entrar en la carrera más demandada de la Universidad de La Laguna.
Así que Iraya se seca el sudor de la cara y se dispone a tomar una muestra del suelo. Es el último campo de cultivo que tendrán que analizar esta semana y también la última hora; debe comprobar los niveles del pH, de nutrientes y de humedad, y asegurarse de que son exactamente como deberían ser y de que los robots abonadores están funcionando correctamente. De momento todo marcha a la perfección y la tierra se recupera, agradecida, de las toneladas de cemento que antes tenía encima; lo que fueron hoteles y resorts ahora son huertos en flor.
Agachada sobre la tierra oscura, Iraya usa sus herramientas para tomar varias muestras en distintos lugares del cultivo, concentrándose en cada paso. Después se levanta y lleva los pequeños botes a su supervisor.
—Mira, fíjate —le dice él—. Esta muestra no vale, tienes que tener cuidado.
—Es verdad…
Iraya suspira y vuelve para tomar una nueva muestra que sí valga. Está agotada, pero ya no queda nada para irse a casa, en cualquier momento darán las dos…
—¿Es aquí? ¿Qué es este sitio? —oye, de repente, unas voces al otro lado del cultivo.
Se levanta rápidamente. Hay un grupo de personas que ha aparecido entre los bancales, con ropa deportiva, mochilas de acampada y gafas de sol casi todos; Iraya no tiene ni idea de qué están haciendo junto al campo en el que le ha tocado trabajar hoy, y parece que su supervisor tampoco:
—¡Eh! ¡Chicos! —les grita—. Aquí no se puede pasar, es propiedad privada y además estamos trabajando.
Son turistas, se da cuenta Iraya; parecen despistados, y le preocupa que vayan a ponerse a discutir con su jefe y alargar más su jornada, o que pisen la tierra del huerto y contaminen las muestras. Se acerca ella también a ver qué ocurre.
—Lo siento, no pueden pasar —insiste Iraya.
Por un momento, parece que no van a hacer caso, pero entonces uno de ellos se adelanta al resto. Es un chico más o menos de su edad, con el pelo largo y negro, y unos ojos azulísimos como el mar.
—Perdona, ahora mismo nos vamos —dice el turista, con una sonrisa preciosa—. Nos hemos debido de confundir. Estábamos haciendo la ruta a pie hasta La Orotava, ¿no es por aquí?
—No… ¡Y queda lejos! —Iraya se lleva una mano a la cara, sorprendida—. Ah, vale, creo que ya sé lo que les ha pasado, fueron hacia la derecha en el desvío, ¿verdad? Era para el otro lado.
—¡Eso es! Ya decía yo —dice el chico—. Muchísimas gracias… ¿Cómo te llamas?
Iraya se sonroja un poco cuando el turista le tiende la mano y se la estrecha.
—Me llamo Iraya…
—Gracias, Iraya. ¡Nos has salvado! Yo soy Jordi.
Se pone aún más roja cuando el supervisor le dice que deje de ligar y termine de coger muestras, tanto que ni siquiera le da tiempo a decirles adiós. Cuando acaba el trabajo, ya se han marchado. ¡Ojalá le hubiera pedido el teléfono o algo! Pero ya es demasiado tarde…
Algo tristona, Iraya baja a comer al Puerto de la Cruz, a un bar cualquiera, con la mirada perdida en la gente que pasa por la calle mientras se bebe la cocacola. Es sorprendente que, en los últimos veinte años, el número de turistas que van a Tenerife específicamente buscando sol y playa no haya aumentado, sino incluso que haya descendido sustancialmente; ahora hacen otras cosas, como ese grupo que paseaba por el interior, o la gente que viene a ayudar en los cultivos. El cambio climático ha tenido mucho que ver, no cabe duda.
Y en todo esto está pensando Iraya, mordisqueando ausente su bocadillo, cuando pasa por la calle una cara conocida… Unos ojazos azules conocidos, en concreto.
—¿Jordi? —dice, limpiándose las migas del bocadillo—. Pero ¿no iban a La Orotava?
—¡Iraya! ¡Qué sorpresa! Sí, iremos después de comer algo. Y mis amigos querían darse un chapuzón, pero yo… No sé por qué, tenía la sensación de que debía venir por aquí. Como un presentimiento.
Iraya nota cómo le arde la cara, pero se atreve a decirle:
—Pues menos mal… ¡Porque me parece fatal que te fueras sin darme tu número!