Cuando Iris y Mikel bajan del AVE en la estación de Donosti, el calor húmedo del verano les golpea en la cara como sendas bofetadas. En pleno agosto y pleno cambio climático, han pillado una ola de calor que, en un lugar tan húmedo y tan poco acostumbrado a las altas temperaturas, es particularmente dura.
—¿Y ahora qué es esto? —dice Mikel, agobiadísimo y sudando por los cuatro costados, señalando unos enormes carteles de colores que hay a la salida del tren—. Iris, ¿tú sabes qué es esa cosa?
Los carteles están perfectamente explicados, y tienen una serie de instrucciones claras y precisas para, con un dispositivo electrónico, descargarse una app gratuita de la Gobierno Vasco que promete guiar y acompañar a los visitantes durante toda su estancia, desde que pongan un pie en Donosti hasta que suban al tren de vuelta. Sin embargo, el calor y el agobio de Mikel, sumados a su tozudez con las nuevas tecnologías —a él le llamaron nativo digital en su momento, pero todo ha cambiado desde entonces— hacen que las instrucciones le entren por un oído y le salgan por otro. Las del cartel y las de Iris.
—¡Pero si es muy fácil, aita! —le intenta decir—. Mira, escaneas el código holográfico, y después…
—¿Qué puñetas es un código holográfico, eso lo primero?
Intenta hacerlo, cada vez más angustiado, y el móvil le da error. Suelta una palabrota que se arrepiente de haber dicho delante de la niña y lo da por perdido:
—Mira, nos vamos y ya. Que no hace falta ninguna app ni nada para disfrutar de las vacaciones, ¡digo yo!
Sin decir nada y sin que la vea Mikel, Iris saca su móvil y escanea el código a la primera. Sus deditos hábiles teclean en la pantalla mientras sigue a su padre para salir de la estación.
Mikel, cabezota como él solo, insiste en que harán turismo —y sin necesitar apps— antes de ver a la abuela. Así que allá va, dispuesto a enseñarle a Iris la playa de la Concha, y el Peine del Viento, y a subir con ella al monte Urgull, que no en vano se pateó él esta ciudad de joven arriba y abajo miles de veces.
Pero cuando llegan a La Concha…
—¿Qué son estas colas? —le pregunta, asombrado, al guardia—. ¿No se puede pasar, o qué?
—Son turistas, ¿no? —dice el guardia, viendo sus maletas—. En este horario, la playa es de acceso restringido solo para empadronados. Tiene que hacer cola o pedir turno en la app.
—¿¡Pero qué me está contando!? ¡Yo no tengo ninguna app! ¡Esto es…!
Antes de que Mikel pierda del todo los papeles, Iris alza su vocecita y dice:
—¡Gracias, señor guardia! Ya tenemos turno, mire. Mira, aita.
Le enseña la pantalla de su móvil a Mikel, que se queda pasmado: efectivamente, hay una app en la que pone que ambos tienen reservado turno turístico para entrar a la playa, dentro de media hora.
—Pero… ¿Pero esto qué es?
—Aita, si lo explica todo aquí —dice Iris, y lee de corrido—: “Como medida permanente para compatibilizar el turismo con una ciudad habitable y vivible para los vecinos, Donostia es pionera en implementar los turnos turísticos. El uso y disfrute del dominio público será siempre prioritario para las personas empadronadas, con el 75% del espacio reservado a las mismas; el 25% restante se destinará, en turnos controlados, a visitas turísticas sostenibles…”.
Mikel suspira.
—A ver, una cosa es verdad —confiesa—. No había visto La Concha tan limpia y tan bonita en muchos años. Qué digo en años, ¡en toda mi vida!
El agua está transparente. Los bañistas la comparten con barquitos de pesca, y un grupo de jóvenes está haciendo una carrera a ver quién llega antes nadando a Santa Clara desde Ondarreta. Mikel se les queda mirando y, antes de que se quiera dar cuenta, el móvil de Iris les avisa de que ha llegado su turno.
—¡Vamos, aita!
—Vamos, hija. —Mikel la toma de la mano—. ¡Vamos al agua!